Cuando pienso en vecinos, se materializa en mi cabeza la idea del otro. En un cuarto vacío, con algo de decoración que me revela que éste es mi espacio (y no del otro), me veo habitando el lugar con un desconocido. Tendremos, ahora, que convivir. No conozco nada de esta persona, pero tengo buenas intenciones, y cualquier primer paso que se me ocurre dar es cortés. Tiene que serlo.
El desconocido no sólo es el que no tiene cara, sino alguien que tiene la cara que yo le quiera dar. Será cortés conmigo también. Entonces recuerdo que apenas empieza nuestra caminata juntos... Y por ahí veremos. Es molesto, sin embargo, compartir este espacio que antes era sólo mío. Empezarán las negociaciones, las cuentas, los términos medios. El cuarto vacío de mi cabeza nunca fue un espacio exactamente pacífico, pero las peleas solían ser entre mí y yo. Me doy que cuenta que el otro soy yo. ¡Un yo rebelde!
Viene la idea del control. Quiero hacer funcionar esta relación, pero con rebeldía no se puede. Hay que hablar. Para eso, lo tengo que conocer. Seré yo, con mis buenas intenciones, quien da el primer paso. Si bien que lo admito: el vecino me causa cierta curiosidad, con sus manías chistosas, hasta interesantes. Él sí que vive la vida sin obstáculos, de acá para allá, libre. A veces hasta parece metido en el huracán de sus propios afanes, pero es fluido, este tipo. Lo observo y definitivamente no lo veo comer hamburguesas grasosas, amargar penas, secar lágrimas o usar el baño (hay cosas que no hay que imaginarse).
No es, sin embargo, un buen ejemplo que se diga. Suele llegar tarde (no sé como pagará las cuentas), hace ruido y esparce su basura como si fuera el dueño del espacio. No lo es, le tengo que recordar. He sido un buen vecino, dispuesto, cortés, pero hay límites. No es que yo quiera imponer las reglas, pero hay un sentido común, y no lo he inventado yo.
De hecho, he visto vecinos, en sus propios cuartos, peleados por las cuestiones más cotidianas. ¿Qué es un jardín descuidado? ¿Una mala cara, una opinión contraria, solicitudes de usar el teléfono a cada rato, una mascota que viene a ensuciar la puerta de mi casa? Nada. Pequeñeces, imposible de compararse con las diferencias de Palestina e Israel, Irán e Irak y otras peleas fronterizas de las que abundan en el mundo... Sin hablar de casos quizás peores, de países con sus políticas del "buen vecino", que salen a hacer la guerra por los demás. En fin, toda esta gente que se la pasa escribiendo con sangre los capítulos de la Historia.
Yo prefiero considerar la situación. Ser paciente. Además, uno necesita amistades. Alguien con quien contar. La vecina de al lado (el otro lado), por ejemplo. La veo poco, pero me parece muy digna. Hasta azúcar le regalé un par de veces; ojalá pase a reponérmela. No por el azúcar, que en mi casa no falta. Es que uno debería acercarse a la gente, convivir bajo los deseos y ansiedades de una misma comunidad. Está buena. Es decir: me parece bueno, eso.
Si pasa un desastre natural, por ejemplo, de esos que hoy son más comunes que salir a comprar el pan. ¿Qué hace uno? Sería el fin. Igual no hay tsunami que derrumbe a un pueblo como los japoneses, unidos, organizados. En las fotos de los periódicos se los ve tristes, preocupados, hasta aburridos con sus cobijas y sentados en fila en frías veredas. Es (por decir lo mínimo) el colmo verse en la calle, de un día al otro, sin casa, sin pertenencias y rodeado de gente extraña a la cual estás obligado a volverte amigo. Vecinos, ahora que lo pienso, pueden ser peores que lo desconocido. Que el mismo tsunami, pues.
Existen leyes, me he enterado, que organizan la vida entre vecinos. Reglamentan lo que es el uso "anormal" (¿qué será anormal, en los días de hoy?) de la propiedad, árboles limítrofes, área común, aguas y tubos, entre otras tonterías. Por suerte, no me tocan esas discusiones menores.
He desarrollado una muy buena relación con mi vecino de cuarto. Es un tipo muy ético. No todo lo que hace me convence, es verdad, pero se ve que se preocupa. Paga sus cuentas al día, eso sí. Me enteré también que, en las colonias hispánicas, para que alguien pudiera ser considerado vecino, debía tener en la ciudad una casa habitada. Y pagar impuestos. De lo contrario, no era un vecino. No existía.
Recuerdo en estos momentos el mandamiento del prójimo: "Amarás a tu vecino". Es más, amarás a tu vecino y alcanzarás la vida eterna, según dicen las parábolas de Jesús y sus apóstoles. Vida eterna es algo que no me convence, la verdad. Quiero más bien pasar un buen rato en mi cuarto, y hasta me alegra que ya no esté tan solo. Dijo por ahí un filósofo, y lo repitieron muchos: "El infierno son los otros". ¿A mí? No me parece.